Comparado con la mayoría de los cirujanos plásticos cosméticos, yo veo a una gran cantidad de pacientes. El modelo de negocios tradicional es cobrar una gran suma por la consulta, hacer que dure 45 minutos, y establecer una relación con el paciente, mientras te vendes a ti mismo como la mejor persona para desempeñar el trabajo. Y como el paciente ya ha invertido una gran cantidad de dinero, lo seduces con la idea de que ese pago será considerado como un adelanto de la eventual cirugía, lo cual hace que el paciente se sienta más inclinado a aceptar “la oferta”. Eso es algo que yo no hago.
Mi misión es la de servir a la comunidad hispana, proporcionándole a los pacientes procedimientos de cirugía plástica asequibles, con un elevado nivel de experiencia y profesionalismo. Y evitar que alguien se aproveche de ellos. Debido a esto, tengo una pequeña tarifa de $50 por consulta (una décima parte de lo que en Park Avenue suele cobrar), de modo que si -al final- el consultante decide no contratar un procedimiento conmigo, al menos puede tener la seguridad de haber recibido buenos consejos e información certera.
Me estoy acercando a la cifra de 50 mil pacientes atendidos en mi consultorio, y no es de sorprender que no los recuerde a todos. Si bien soy muy bueno recordando rostros, no lo soy tanto con sus nombres.
Una vez vino una mujer a mi consulta, por una abdominoplastia. Noté que se había sometido a una reducción de senos en 1996. Luego de muchos años, el procedimiento parecía haber sido bien hecho y quedé impresionado con su calidad. Le mencioné, entonces, que quienquiera que le haya realizado esa reducción de mamas, efectuó un gran trabajo. Ella me miró divertida y me respondió que yo era el cirujano que la había operado, cuando me desempeñaba como Jefe de Residentes de Cirugía Plástica en el Columbia Presbyterian.
Me avergonzó un poco el no saber que era yo quien había hecho la cirugía, pero al mismo tiempo, me sentí tremendamente orgulloso.